Por Roberto Carlos QUINTANA VILLAVICENCIO

Lic. En filosofía y CCSS

Era un aula de primer año de secundaria en la cual me desempeñaba y estaba revisando las tareas para luego calificarlas.

Empecé a examinar las tareas de los alumnos en esos años de la educación presencial. Había un adolescente que no había hecho su tarea, y noté en el registro de tareas que no era la primera vez, ¡en las últimas 4 clases este mismo estudiante no había presentado sus tareas!

Enojado e incomodo me puse a exigirle públicamente la razón de su conducta y hablé sobre la importancia de las tareas y su deber en cumplirlas. Y como eran ya 4 semanas sin presentación de sus obligaciones pedí el número de celular de su padre. El alumno calló, no respondió, insistí y ninguna respuesta, estaba sumido en su mundo.

Tanta fue mi insistencia que su compañero de al lado alza la mano como buen alumno y pide hablar. “Profesor él no tiene padre, falleció hace ya varios años atrás”.  Acentué mi sorpresa, exhalé y racionalizando mi deber de maestro de exigir el cumplimiento de las tareas “sí o sí” sin importar el entorno del alumno luego de pasar algunos segundos hablé sobre la importancia de que “pase lo que pase” la misión se cumple.

Luego de breves segundos de calma pasé a exigirle el número de celular de su madre para llamarle y reclamarle ese descaro de conducta y de irresponsabilidad del estudiante. El alumno decidió seguir taciturno, sumiso en su interior, sin responder. Insté nuevamente y seguía su silencio, sus ojos mirando hacia el suelo, sin respuesta y con sus lágrimas por caer. Su compañero nuevamente alzó la mano, “su mamá falleció el año pasado profesor”, él es huérfano de padre y madre.

No tenía donde yo poner la cara, mi mundo se me deshizo, mis teorías pedagógicas se hicieron trizas, mis enfoques, mis diseños de aprendizaje y estrategias metodológicas se derrumbaron ante tal respuesta.

Salí del aula avergonzando, caminé por todo el pasillo con lágrimas en los ojos, incapaz de hacer nada frente a esa cruel realidad. Ser maestro no es fácil.

Regresé al aula, estaban aún todos en plenas actividades, dos de sus compañeros de este muchacho lo consolaban, lo conocían ya que venían de la misma promoción de la escuela primaria. Pedí atención a todos y me disculpé con él, por ser tan ignaro de las realidades de los alumnos. Prometí ser mejor profesor a pesar de mis 24 años de experiencia que llevaba en las aulas.

No somos perfectos los maestros. Somos falibles, débiles, humanos. Pero con todas esas imperfecciones damos cara en clases presenciales y ahora en las aulas virtuales, damos batalla no solo contra la ignorancia; sino también con la desigualdad social utilizando todas las herramientas que hagan de nuestro aprendizaje efectivo y logren buenos productos.

Feliz día maestro y maestra. Nuestra labor es digna no la olviden, tenemos el deber sagrado de formar estudiantes que en el futuro serán hombres y mujeres del bien o del mal. Allí veremos los frutos y uno sonreirá y será feliz si estos productos son buenos, pero sentiremos la decepción y la frustración si las obras son malas. Mientras tanto estamos aquí dando batalla en plena pandemia y la seguiremos dando hasta el último respiro, palabra de maestro.